Los días ordinarios

Los días en que los niños jugaban con el perro, comían helados por los cachetes y se mecían en los columpios, aquellas noches de cine familiar, el beso de las buenas noches y dejarlos en su cuarto... para que amanecieran en el nuestro.

Cuando lloró en la puerta del kínder, las alergias, el partido perdido, peces y hámsters. Ese mundo que teníamos mientras la familia se construía.

La puerta del cuarto que siempre estuvo abierta un día se cierra, y al salir tu chico de 13 años, le extiendes la mano y él camina pretendiendo no conocerte.

Llegó la adolescencia. El hijo que cargaste se ha jorobado sobre una computadora, las charlas de sobremesa se van esfumando; ahora llenas el refrigerador, haces de chofer, negocias permisos, restringes el dinero y rezas por las noches cuando han salido de fiesta.

Te dicen: “¿Qué onda, ma?”, y te sorprende darte cuenta de que ya no necesitan “lonche”, ahora necesitan tu confianza, te recuerdan a ti mismo y que habrá que dejarlos ser.

No podemos cambiar el crecimiento y debemos cambiar nuestra actitud, abrazas a tu niño de 1.80 y le susurras que lo extrañarás; ese torbellino de cajones azotados, ganchos caídos y música estridente se ha ido.

Entonces, miras a tu pareja, y la casa se ha hecho enorme para dos, ¿en qué momento pasó todo tan de prisa?

Si crees que la vida en familia que tienes ahora la tendrás para siempre,
presta atención a los días comunes.